Abeni (cuento)

Por Ma. Guadalupe Muñoz Campuzano*


El rosario de madera desgastado y húmedo, anunciaba el fervor de Renata que, con manos temblorosas, pasaba una y otra vez las cuencas; apenas si se escuchaban sus plegarias interrumpidas por sollozos constantes de las dos de la mañana; sabría que pronto la puerta se abriría con fuerza, y detrás de ella el dolor, la incertidumbre. “El matrimonio es algo sagrado, y una Bendición de Dios” recordaba las palabras de su tío como martillos en su cabeza.

Luego del desvelo, Renata se movió con dificultad arrastrando los pies hasta ver en el espejo su cara amoratada que cubría con maquillaje; el color púrpura helaba su mirada. Se quedó inmóvil hasta que la voz de Doña Leonor la hizo reaccionar.

—¡Ya son cerca de las ocho, muchacha, y aun no vas por lo necesario para la comida!

—Enseguida lo hago — contestó Renata con voz tenue para evitar despertar a su marido, quien roncaba a pierna suelta. Alberto solía llegar tarde y gastarse el dinero de su madre en juergas, entrada la madrugada llegaba a su casa, y remataba con Renata. La muchacha antes de salir de la habitación acercó toallas, sandalias y lo necesario para cuando Alberto despertara, ella lo miró con tiento, quieta, observándolo por minutos; sus ojos brillaron a punto de brotar lágrimas, trajo a su mente cuando su tío acordaba la boda con su suegra. No recordaba a sus padres; ella, aún siendo niña, llevaba una vida modesta con su tío, quién le aseguraba que la acomodaría en una buena familia. Renata no tenía idea de lo mucho que cambiaría su entorno, pues había dejado las caminatas matinales en busca de insectos, siendo las mariposas sus preferidas; las lecturas bajo las sombras de los eucaliptos, y las historias fantásticas de princesas y dragones; su vida ahora era fregar pisos, cocinar, llevar el té a Doña Leonor cuando se reunía con sus amigas, y atender las demandas de Alberto.

Cerca del medio día, la casa se inundó de gente que iba y venía haciendo un sinnúmero de actividades, pues era el cumpleaños de Doña Leonor.

—¿Otra vez te portaste mal? — preguntó la mujer mal encarada, sacudiendo con una mano el cuerpo esbelto de Renata. Ella solo bajó la mirada. La mujer con muecas adustas le levantó su cara con fuerza, haciéndole notar lo mucho que ya hacía por ella al haberla aceptado de nuera, y le pidió que se apresurara con el cuarto grande de huéspedes, pues esperaba un invitado especial; le haría un espacio en su festejo para despedirlo, pues se iría a su lugar de origen, y ella, como era agradecida y una mujer que cuidaba los dineros, mataría dos pájaros de un tiro, por un lado celebraría su cumpleaños, esperando recibir regalos, y a su vez, se luciría delante de los invitados, despidiendo al señor Abu, quien era un sujeto que le gustaba ayudar a otros, y a Doña Leonor le había hecho ciertos favores con los caciques. Su invitado solía asistir a reuniones que los vecinos hacían, sin embargo, ya tenía un tiempo en que había decidido apartarse de esos menesteres, luego que una tragedia familiar lo envolviera en un manto de tristeza. El señor Abu era un sujeto culto y de gran estatura, y ese día sería su última noche en el pueblo, pues había decidido marcharse para siempre de aquél lugar del que pensó, sería su morada para toda la vida.

Luego de la pesada jornada la casa quedó impecable; distintos platillos, bebidas y postres adornaban las mesas de la habitación principal, las cortinas daban una muestra de elegancia, al igual que candiles y diversas lámparas reflejaban buen gusto; la atmosfera invitaba a la buena charla y a pasar un rato ameno. Todo apuntaba una buena tertulia, y así fueron llegando los invitados, quiénes eran atendidos por Doña Leonor, y que recibía con beneplácito sus regalos, al igual que el somnoliento de su hijo Alberto, pues había prometido moderar su forma de beber por tratarse de un día importante para su madre. Renata, por su parte, estaba arreglándose en su habitación, sintiendo en su interior una fuerza extraña que la inquietaba. Algo le decía en su corazón que esa noche sería diferente.

—Es un halago que nos acompañe hoy — dijo Doña Leonor, dirigiéndose con servilismo a su invitado especial, pronto dos criados ayudaron con el equipaje, que llevaron al cuarto grande, que Renata había limpiado con ahínco.

—Es un gusto — contestó el oyente, reflejando muestras de respeto. Pronto acaparó la atención y aprobación de la concurrencia; festejaban su presencia. El hombre portaba un atuendo ostentoso, y sus rasgos característicos de la raza negra hacían que la atención lo siguiera. Aún con mirada triste, logró sonreír y saludar a los que estaban cerca.

—Más de una década — continuó Doña Leonor — que no se le veía en festejos, luego de aquélla desgracia de hacía diecisiete años.

Con una mueca, el señor Abu dio cuenta de no querer hablar del tema, y pasaron a la mesa junto con más de treinta invitados que lucían sus mejores atuendos, mostrando buen humor. Pronto hubo una pausa en la habitación, entró Renata con la elegancia de una flor en primavera, llamando las miradas de los presentes; sus cabellos caían con gracia por sus hombros, y su andar evocó sensaciones, tuvo miradas de desazón por mujeres, y obscenas por hombres, a excepción de una, justamente del invitado especial, quien la observaba detenidamente. Entornando los ojos la siguió hasta que se detuvo cerca de Alberto, y pensaba para sí “¿dónde he visto esos ojos?”.

La velada entró en luminosidad. Los invitados disfrutaron del momento, la cena, la plática, la música y la pirotecnia. Poco a poco se despidieron los asistentes, y con ellos, un atisbo de esperanza en el hombre de color por platicar con Renata, la inquietud en la muchacha, la satisfacción en Doña Leonor, y así cada uno iba a sus aposentos, sabiendo lo que traían en su costal.

Apenas la madrugada cubría la casa verde como así le llamaran, cuando se escucharon a los lejos trastazos que venían del cuarto de los cónyuges. Doña Leonor no se inmutaba pues, su habitación estaba apartada, y los ruidos difícilmente le despertaban; el señor Abu en cambio, decidió ir a donde provenían los ruidos, y tuvo a bien abrir la puerta con rudeza, pues no daban respuesta a la petición de abrirla, y de un solo golpe con toda su humanidad, pudo entrar. Pronto quitó a Alberto que estaba encima del delicado cuerpo de la muchacha, quien peleaba con uñas y dientes. Al saberse a salvo, Renata llevó sus manos a su cuello, tratando de aliviar su malestar; en eso estaba, cuando cayó al piso un guardapelo, al que el hombre por cortesía recogió, sin embargo, sus ojos brillaron, su cara cambió, su respiración se aceleró, y le preguntó a Renata de dónde había conseguido ese accesorio, a lo que ella comentó que era el único recuerdo que tenía de sus padres, y que su tío Tomás le había permitido conservar.

—¿¡Tomás!? ¿¡Tomás Alvarado!? — preguntó el interpelado asombrado.

—Sí, él es mi tío — dijo Renata dirigiéndose a un cajón del que sacó una fotografía maltratada por el tiempo, y que conservaba de su tío difunto.

El hombre entonces dijo que el sujeto de la fotografía era su mozo, le contó que hacía diecisiete años Tomás llevaba a su esposa y a su hija al poblado próximo por razones de salud, y cómo luego tuvo noticias de que se habían caído por un barranco, y no encontraron los cuerpos. El señor Abu creyó la historia, y por tristeza no quiso emprender la búsqueda, dejando las cosas así, recordando de aquel accidente el amor a su hija, el recuerdo a su esposa, y la gratitud a un amigo. Lo cierto era que, de aquel accidente habían recibido ayuda por gente que iba de paso, llevándolos convalecientes a él y a la niña a otro poblado, mientras que la señora fue sepultada de forma modesta. A causa del golpe, Tomás Alvarado no recordaba mucho, pero los ojos grandes de la infante lo impulsaron a quedarse con ella y velar como si fuera su hija. Renata, que en realidad se llamaba Abeni, la que reza, creció en gracia y virtudes. Y así pasaron los años, Abeni llevaba una vida tranquila al lado de su tutor, el señor Alvarado, quién acudía de vez en vez a reuniones sociales para buscarle a una familia acomodada, y poder morir en paz.

—¡Recuerdo una colección de insectos, mariposas de alas transparentes! —dijo Abeni al hombre que se había descubierto como su padre! Este la tomó del brazo y la llevó a su habitación, mientras unos sirvientes atendían a Alberto. El padre de Abeni sacó de entre sus maletas unas cajitas que traían mariposas, y pronto las lágrimas de Abeni tuvieron azúcar.

*Ma. Guadalupe Muñoz Campuzano, originaria de León, Gto. Psicóloga y Maestra investigadora. 26 de Marzo de 1971.

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