Por Leticia Fonseca Guerrero*
Family Dinner, de Ángeles Santos. |
En un
lugar de la mancha de cuyo nombre no me quiero acordar.
¡Ohhhh!
Me equivoque de historia.
Volvamos
a comenzar.
En un
lugar cualquiera dentro de una ciudad cosmopolita (es una forma de llamar a un rancho
grande), existían dos hermanas, las cuales llamaremos Rosa e Irene.
Ellas eran
el pilar de un matriarcado formado en primera instancia, por la madre de todos
(Paula), que era una señora que aun cuando era analfabeta, tenía una tienda, en
la que hacia las cuentas de memoria, ayudándose de un pequeño libro para ello,
y siempre traía una bomba de DDT (las cuales hoy, gracias a dios, ya no existen)
que estaba siempre lista para ser partida a la mitad en el lomo de alguno de
sus hijos varones que no hicieran caso; cabe mencionar que esto era cuando
ellos ya tenían más de treinta años.
El
padre de ellos (Fidencio), es una figura ausente, y como no lo iba a ser, si salía
todos los días a conseguir el sustento de su numerosa familia, y uno que otro
agregado que llegaba a la casa y siempre era bien recibido, dándole techo, ropa
y alimento por tiempo indefinido.
Pero
regresemos a Rosa e Irene.
Ellas nacieron
con tan solo un año de diferencia, así que siempre estuvieron juntas, desde el
nacimiento hasta su muerte, coincidencia o destino, no lo sé.
No se casaron,
eran eso que nosotros llamamos “solteronas”, o de un modo más cariñoso, “cotorritas”,
y “señoritas” por sus puestos, esto ni dudarlo, eso lo decían a las personas que
osadamente tenían el mal tino de llamarlas “señoras”.
Ellas
contestaban lo siguiente:
—Señoritas, y de las de antes, aunque le cueste más
trabajo— yo creo que es sus adentros siempre agregaban esta frase: —Que con mis
ganas me quede.
En
primera instancia falleció el padre, y poco después la madre (la matriarca). Al
suceder esto, las hermanas mayores se hicieron cargo de sus hermanos, a los
cuales ellas idolatraban como verdaderos hijos.
Ellas viven
en una casa grande, hermosa, de color rosa, con ventanas llenas de adoquines
del mismo color, y un jardín colgante desde la ventana del segundo piso. La
casa estaba llena de riqueza, tanto económica como sentimental (así llamaremos
a la sobreprotección hacia su parentela, la cual consistía en seis hermanos
varones y una mujer).
Las
reuniones de los sábados se realizaban en el gran comedor rojo de terciopelo y
madera grabada con filos en color oro, con la vitrina a juego llena de
porcelana fina, traída exclusivamente para la casa desde el gabacho.
Era
importante que las reuniones se realizaran sin agregados culturales (esposas e
hijos), solo familia de sangre directa; tal vez por esos usaban la frase que
decía así: “la sangre siempre va a ser más espesa que el agua”.
Al
llegar a la casa, se podía oler hasta media cuadra antes el café de grano
recién hecho, con un poco de canela y piloncillo, el cual era la delicia de los
hermanos y con el que, a falta de leche, se utilizó en innumerables ocasiones
para criar a todos los hermanos, y uno que otro sobrino.
Al
entrar en la casa se olían los guisos que desfilarían por el comedor, los frijoles
refritos con manteca de cerdo traída desde temprano del mercado del Espíritu
Santo, con sus calles recubiertas de rocío por la calle del codito; los huevos estrellados,
con su tortilla bajo de ellos, remojada en salsa roja de chile guajillo,
cubiertos con requesón, o en su defecto, queso fresco; y un bolillo, calientito
y crujiente, de la panadería la perla. Y claro, no podía faltar el trozo de
chicharrón prensado en salsa verde, como compañero fiel del colesterol, que haría
para los comensales el más suculento desayuno.
Los
platos eran servidos por las hermanas, y cada una llevaba indicaciones precisas,
así agradaban la complacencia hacia sus hermanos. Ellas cocinaban grandes ollas
para alimentar a sus pichones, sino, comían ellas y deglutían el alimento dentro
de la boca de cada uno de sus hermanos, era porque estos ya no se lo permitían,
ya estaban “grandes”, y tragar la comida deglutida ya no estaba en sus planes.
La
gran comilona comenzaba, y los platos circulaban con gran alegría por alrededor
de la mesa hasta llegar cada uno con su legítimo dueño, esto se debía a las
especificaciones indicadas con anterioridad.
En ese
momento sucedía algo mágico, casi inaudito y siniestro a la vez.
Los
hermanos comenzaban a pelear.
Y
sentados a la mesa se encontraban:
El
mayor de los hermanos (Pilar), sí, el más grande de ellos, no por eso el más
responsable, el cuál hacía dinero de la nada, y literal de la nada, ya que por
oficio tenía el ser “huevón”, dicho textualmente por otro hermano. El hermano
que seguía (Tolin), el cual era “padrote”, bueno, eso decían las malas lenguas,
llamado filosóficamente: “el cha cha cha”, cuya frase favorita era: “chale, eres
un gandaya”, tal vez era una proyección de sí mismo.
Y
continuando con la lista de arriba hacia abajo, y en orden cronológico, sobra
decirlo, estaba (Rubén) el Ciroperaloca de la familia, te componía desde una
lavadora hasta un teléfono celular, a todo le hacía y a nada le atinaba, pero
su inteligencia era de verdad sobresaliente, aun cuando solo llegó a terminar
la primaria. Él se fue al gabacho a trabajar.
Ahora
es el turno de Fidencio, apodado el “Chino”, aun desconozco la razón del apodo,
(ja, ja, ja), siempre enojado con todos y con todo, yo creo que hasta con la
vida misma; siempre hablaba tan rápido y a gritos que no se le entendía nada, y
todos le decían que “sí” a todo para no escucharlo hablar.
¡Obvio!
no podemos dejar pasar a Armando, “el Culto”; él si era leído y escribeído, él
sí estudio hasta carrera, el que escuchaba música clásica y a Óscar Chávez, y a
Tehua, anarquista (claro, siempre obedecía a su vieja), socialista (siempre y
cuando fuera todo para él) y revolucionario por condición y no por convicción,
con amor y desamor, libre como gaviota, pero felina como una leona, ¡oh!, perdón,
esa es una canción.
El último
en la lista, pero no el menos importante era el menor (Roberto o Betito), el
chiquito, el consentido de los hermanos, el niño de la casa al que le pegaban
con una corbata y soltaba el llanto, esto está por demás decirlo, que era a los
dieciséis años. Él era luchador de la AA, y no de la AAA, porque le gustaba el chupe,
y era rudo, rudo, rudo.
Sería
un pecado, sí, un pecado, dejar pasar a la hermana menor (Pita), que tuvo la
fortuna de traer al mundo a dos hermosas niñas (Nena y Letty), que fueran la
alegría de las hermanas mayores hasta sus muertes. Una de las niñas era sensible,
inteligente, bella y mil calificativos más, no sin antes decir que es su
humilde y sencilla narradora (ja, ja, ja).
En el
gran comedor rojo, se llenaba de vida y alboroto. Una parvada de guacamayas
quedaba corta a lo que narrare a continuación.
—¿Por
qué me sirves frijoles?, ya ni cuando era pobre. — Beto lanzaba la primera
piedra al coliseo romano.
—Si
por mi dinero comes, “miserable”. — contestaba la hermana mayor, Irene, aún sin
perder la calma.
Por
debajo de la mesa se veían las patadas dadas unos a otros, aprobando el inicio
de la pelea.
Al
otro extremo de la mesa se escuchaba con voz fuerte y clara.
—Cabrón, Ignorante, ja, ja, ja, ja, ja, ja,
ja.
Las
carcajadas vuelven a la mesa, y con ellas la calma de nuevo reina en el comedor
rojo.
—Tú
cállate que estas pendejo. — responden.
El
hermano que comenzó la pelea le contesta:
—A ti qué,
si yo me trago la tierra a puños. — y una de las hermanas mayores responde,
calmada y con tranquilidad, casi casi en tono “zen” —qué lenguaje tan florido, cálmense
y coman ya.
Todo
vuelve a la calma otra vez, los platos del desayuno suenan al unísono con las
cucharas a ritmo de guerra; uno a otro se mira, esperando el momento propicio
de empezar otra guerra florida.
De
repente otra vez se escucha:
—¡No
me veas que me chiveas!
Y le
responden:
—¡Pues
cuicuiri!
—Habla
más despacio que no te entiendo, cabrón.
—¡Chale!
—¡Gandaya,
gandaya!
La guerra
comenzó, y no tiene retirada en este momento.
—Ay
mis “hermanitos”.
—¡Qué
léxico tan zapateril!
—¡Pinches
zapateros nalgas calientes!
(ja,ja,ja,ja,ja,)
(ja,ja,ja,ja,ja) (ja,ja,ja,ja,ja)
Las
carcajadas a todo lo que dan, no se come, solo se ríe y se dan manotazos unos a
otros para afirmar la alianza.
De
repente, de la nada se vuelve a escuchar:
—¡A
ver! vengo una vez al año, y la vez que vengo se les quema el “pinche atole”
(no sin antes aclarar que este suceso aconteció ya hace más de cuatro años).
—Ahora
sí que me creció por andármela estirando— contesta Rosa.
La
otra hermana, muy asustada le dice:
—Mira Rosa, yo no quiero estar el día que te mueras porque te va a salir una lenguota
que te va a llegar hasta el suelo.
A lo
cual Rosa le responde:
—¡Soy
madre de más de cuatro! — y en realidad era verdad, aun cuando no los pario fue
madre sustituta de todos.
Mientras,
la guerra seguía llevándose a cabo bajo las trincheras del comedor rojo en
espera del clímax, el momento final deseado por todos los asistentes al
desayuno; este momento era cuando Rosa e Irene, sin mencionar palabra alguna,
solo cruzaban miradas.
Había
llegado la pelea estelar, la cual era a tres caídas sin límite de tiempo.
Del
lado derecho, con cuchara en mano y mandil de flores bordadas en Oaxaca, salpicado
de chicharon en sala verde, se encontraba Rosa; y en el lado izquierdo, con bastón
en mano y bolillo remojado en café, se encontraba Irene.
—Te
digo algo Rosa, ya me tienes hasta la madre con tus groserías. — y levanta el
bastón de manera amenazante;
Rosa
le responde con la cuchara aún con frijoles colgando.
—Pues
qué esperas. ¿Qué crees? ¿Qué te tengo miedo?, Tú lo único que quieres es mamar
y dar topes, y llevarte la chiva al monte a ver que más le sacas.
Yo miro
la escena, reconozco los rostros, los examino, reviso el puntaje, miro larga y
pausadamente a todos, el coliseo está lleno, la revancha viene y pienso.
“ESTO
ES TODOS LOS SÁBADOS”
*Mi nombre es Leticia Fonseca Guerrero. Nací y crecí en la ciudad de León, Guanajuato, en el año de 1971. Estudié desde el preescolar hasta la secundaria en escuela particular de religiosas, aún no entiendo por qué mi manera de pensar es tan distinta a la de ellas. La preparatoria la realicé en la Universidad de Guanajuato, en la prepa oficial de León, y mis estudios universitarios, primero, en la Facultad de Medicina de León durante dos años, y posteriormente terminé la carrera de Odontología en la Universidad de la Salle, en la ciudad de León.
Estudié y trabajé en mi profesión porque así me era requerido por mis obligaciones, adquiridas con anterioridad. Ya una vez concluidas casi en su totalidad, tengo el tiempo de hacer y estudiar lo que realmente quiero, y espero realizarme en este arte que para mí, es la escritura.
mu güeno letty letty, me gustó lo del luchador de AA :)
ResponderEliminarMuy ingenioso! un retrato de una familia leonesa y sin lugar a dudas con las características de nuestra sociedad mexicana, donde a falta de patriarca, el matriarcado se apodera curiosamente con el mismo machismo! Letty muy buen sentido del humor y picaresca caricatura de una familia. Buen texto, espero los siguientes.
ResponderEliminarme gusto mucho, muy divertido, felicidades
ResponderEliminarMuy interesante, me gustaría una serie de cuentos alrededor de la historia principal, para conocer más a los personajes. Se ve que hay "mucha tela de donde cortar".
ResponderEliminarMuy buena, ya quiero leer la continuación . . . . Felicidades !!
ResponderEliminarExcelente historia que me ha conmovido mucho. Me ha encantado
ResponderEliminarTu cuento me transporta a otra época y a un lugar donde me encantaría estar, se siente el calor familiar y de hogar ¡Felicidades!
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